Fotografía de Marlene Dietrich

Edición Sunset

Julio 2025


Sitio web sobre cine clásico, jazz y los artistas del pasado.

Todos los meses, una nueva edición.

En esta edición nos toca celebrar a uno de los grandes, de esos actores a cuyas interpretaciones las palabras no pueden hacerle justicia. Solo basta con presenciar una de sus interpretaciones para sentir la más pura autenticidad actoral brotar de cada línea de texto, de cada gesto, de cada movimiento.

Nacido el 17 de julio de 1899 en Nueva York, James Cagney arrancó en los circuitos del vaudeville como bailarín y comediante. Su carrera fue creciendo en Broadway hasta que, en 1930, nada menos que Al Jolson lo vio en la obra Penny Arcade, compró los derechos y logró que Warner lo contratara, junto a Joan Blondell, para la versión cinematográfica, Sinners’ Holiday.

Su gran descubrimiento en la pantalla grande llegó al año siguiente con The Public Enemy (1931), en la que su retrato brutal y despiadado de un criminal consolidó su imagen de tipo duro. Junto a Edward G. Robinson, se convirtió en ícono de un género que sería sinónimo de Warner en los años 30. Otras películas de la década en las que Cagney interpreta a un gánster incluyen Angels with Dirty Faces (1938) de Michael Curtiz y The Roaring Twenties (1939) de Raoul Walsh, en la que nos regala una de las más sublimes interpretaciones de un hombre derrotado.

La relación con el estudio con el que Cagney trabajó la mayor parte de su carrera fue conflictiva desde el inicio. Más de una vez se peleó con Warner -hasta fue a juicio-, trabajó de manera independiente y regresó tras negociar mejores condiciones económicas y creativas. Entre tanto, fue uno de los impulsores del Sindicato de Actores, del que fue presidente entre 1942 y 1944.

Uno de sus roles más recordados por fuera del ámbito de los gánsteres llegó en 1942 con Yankee Doodle Dandy, también de Michael Curtiz, donde encarnó al compositor y showman George M. Cohan. En plena Segunda Guerra Mundial, el film fue un éxito rotundo de público y crítica, y le valió a Cagney el Oscar a mejor actor. La película también funciona como un homenaje en pantalla grande a una parte de la vida y la carrera del actor que lo había acompañado desde el inicio: el vaudeville.

En los 40, Cagney volvió al crimen con White Heat (1949), nuevamente junto a Raoul Walsh. Fue un retorno feroz al género que había ayudado a definir, con una de sus actuaciones más intensas. Otro rol de tipo duro posterior es el de Love Me or Leave Me (1955), que aunque su póster lo presente como un alegre musical ed MGM con Doris Day, esconde una historia dramática y compleja, y combina sus dos géneros insignia.

El actor trabajó hasta principios de los años 60, con algunos roles destacados como el del ejecutivo acelerado de One, Two, Three (1961) de Billy Wilder. Luego se retiró dos décadas del cine hasta un breve regreso en Ragtime (1981).

«Rompió todas las reglas de la actuación para películas» dijo Orson Welles luego de llamarlo el mejor actor que apareció frente a cámara, afirmación con la que solo podemos coincidir. Hay algo de su trabajo que trasciende la forma de sus personajes. Sus criminales duros que ascienden y se desploman, al igual que su emocionante George M. Cohan, son inolvidables, pero lo que no se puede dejar de admirar son cada uno de los pequeños momentos que conforman esos personajes, cada gesto con las manos, cada expresión de un rostro que siempre desborda emociones. Como asegura Welles, «no hay ni un minuto de falsedad en una película de Cagney.

Un supuesto bailarín ruso y una famosa bailarina de tap entrelazados en escándalos periodísticos bailan juntos una de las bellas melodías de los Gershwin, They All Laughed, primero como pantomima balletística y luego como tap puro en Shall We Dance, musical de 1937.

Una mujer inevitable del cine clásico a la que siempre queremos volver y con la que siempre nos emocionamos cuando lo hacemos. Mery Linares te invita a recorrer siete películas de Barbara Stanwyck que son prueba de su versatilidad, oficio y talento infinito.

En julio de 1961, Satchmo se presenta en lo de Ed Sullivan con sus All Stars -Trummy Young, Billy Kyle y Danny Barcelona- y juntos interpretan Ole Miss Blues, canción incluida en el álbum Louis Armstrong Plays W. C. Handy de 1954. Puro disfrute de la mano de los más grandes.

En base a una obra de 1955, que a su vez ficcionaliza un juicio real de los años 20, Stanley Kramer nos presenta una historia en la que la ignorancia es la gran espectadora de un juicio sobre la razón y la fe en el pueblo Hillsboro. Allí se encuentran Fredric March y Spencer Tracy, dos viejos amigos a los que sus ideas los llevaron por caminos diferentes. Ambos piensan de manera opuesta y mantienen un debate apasionante en la corte, mientras una comunidad enardecida de ignorancia espera para prender fuego al acusado, interpretado por Dick York, un profesor de secundaria arrestado por dar una clase sobre Darwin.

Como corresponde a una historia que gira en torno al debate, el diálogo no solo es el protagonista sino que es un arma punzante para cada uno de los personajes. En esta confrontación esta claro que no se debaten solo ideas, sino palabras, y la palabra de la evolución se presenta como un desafío directo a la palabra de Dios, sin posibilidad de que ambas dialoguen. Entre el fiscal (March) y el abogado defensor (Tracy) se manifiesta la incomprensión del otro, como sucede con quienes sostienen posturas contrapuestas, pero hay una conversación que sucede entre ellos, gracias a que compartieron una amistad, que es la que no sucede entre los habitantes de Hillsboro.

Pero este film no es solo una serie de discusiones brillantes. En diferentes momentos, Kramer mueve la cámara como si tomara a uno de los personajes como eje del plano y la rota mostrándonos los diferentes lados de cada actor en pantalla. Ese traslado visual enfatiza una trama centrada en mostrar distintas visiones de mundo, algunas más «blanco o negro», algunas más complejas.

En otro maravilloso paseo de la cámara, una escena refleja una gran mesa presidida por un Fredric March a los gritos, que pasa a quedar en segundo plano frente a la pequeña mesa solitaria de Spencer Tracy que pronto invita a la mujer de March (una divina Florence Eldridge) a sentarse y ambos comparten una conversación menos estridente y más profunda. El eco de las voces de la mesa de al lado siempre queda, y así la escena condensa el debate de ideas, los conflictos que este genera, y los distintos modos de vida en un momento en apariencia tan trivial como una comida en un salón.

Eso de mostrar el gran combate de ideas desde una situación pequeña también se presenta en lo que pasa con la familia del reverendo Brown, cuya hija está comprometida con el acusado y se ve dividida entre el amor y la fe. El padre es tan extremo en su visión del mundo que olvida las bases de la fe que predica y el personaje de March, el abanderado del creacionismo, aparece para recordar la verdad de esa fe. Así se encarna la frase que Tracy le dice a la hija: «No es tan sencillo como eso, bueno o malo, blanco o negro, día o noche. ¿Sabías que en la cumbre del mundo, el crepúsculo dura seis meses?».

Una mención aparte merecen las actuaciones de todo el reparto, que le dan vida a ese texto tan afilado, cómico y profundo que atraviesa toda la película. En los estilos de actuación y en las caracterizaciones también están expresados el contraste y la discusión de ideas. Fredric March es el más intenso de todos, con un maquillaje que lo asemeja más a Abraham Lincoln que a sí mismo, y con una declamación enérgica tan inverosímil que solo lo vuelve más realista. En contraposición, Tracy parece estar cansado de vivir y cumplir con su deber casi como por rutina. El tercero en la ecuación no pasa desapercibido. Gene Kelly es el paladín del cinismo en esta contienda y, además de ‘hacer cosas detestables por las que lo aman y cosas encantadoras por las que lo odian’, se dedica a pronunciar las líneas de diálogo más perspicaces e hilarantes del film.

El contenido del debate queda de alguna manera en un segundo plano, donde solo los personajes menos profundos -denominados por el mismo March como simple folks– viven atrapados en esa lógica del blanco o negro. Lo específico del debate entre ciencia y religión o la evocación al macartismo son cuestiones contextuales que no hacen al núcleo de poder del film. En definitiva, lo que se lleva a juicio no es ni Dios, ni la Biblia, sino la condición humana, que tiene esa complejidad que queda por fuera de toda lógica de extremos absolutos. Como dice Florence Eldridge: «Mi marido no es ni un santo ni un demonio. Es solo un ser humano y comete errores». Lo fascinante de cada escena es ver a los personajes resistir, cuestionar, desafiar y entrar en conflicto con la posibilidad de errar.

Este mes nos despedimos no solo de una de las cantantes más importantes de los años 50 y 60, sino de una de las voces más imponentes del siglo XX. Hace un tiempo, repasando su discografía, me sorprendió la cantidad de estilos musicales que manejaba con soltura y que se adaptan tan bien a su majestuosa voz.

Durante sus años de fama, se destacó por el pop tradicional y las baladas, pero también interterpretaba country, rock and roll y jazz con una comodidad como si todos los géneros le pertenecieran. Esa versatilidad quiero expresar en este humilde homenaje a Connie Francis, una voz y una presencia escénica que recorre todas las emociones musicales.

Si podemos homenajear un poquito más a nuestra adorada Barbara, ¿por qué no hacerlo con este fragmento en el que nos deleita con su hermosa voz cantada? Entre sus escenas musicales en las que su voz no fue doblada, se encuentra esta de Lady of Burlesque (1943) del director William A. Wellman.

Fotografía retrato de WIlliam Wyler
Foto de perfil de Celina Alba Posse

Por Celina Alba Posse

@capicomenta

Con motivo de los 124 años desde su nacimiento, este julio nos damos el lujo de repasar la vida y filmografía de uno de los hombres más celebrados del cine clásico y dueño del imbatible récord como el director más nominado de la historia de los Oscar: William Wyler.

Escrito en las estrellas

Wyler comienza su historia en el año 1902, en el seno de una familia judía europea, y no da sus primeros pasos en la meca del cine sino hasta 1921, cuando gracias al apoyo de su primo Carl Laemmle —uno de los fundadores de Universal Pictures— se traslada a los Estados Unidos. Su éxito era prácticamente inevitable. Luego de forjarse un lugar en Universal mediante una seguidilla de westerns mudos serie B —la mayoría lamentablemente perdidos—, para fines de los años 30 ya se había consolidado como uno de los directores más respetados del estudio.

Años 30

Su verdadero salto al éxito sería de la mano de Dodsworth (1936), un drama maduro con Walter Huston que le valió su primera nominación al Oscar como director. Esta fue también la primera de varias colaboraciones con el prestigioso productor independiente Samuel Goldwyn, con quien Wyler formaría una de las duplas más fructíferas de la época dorada de Hollywood.

Tan solo dos años después llegó un hito en su filmografía y película que marcaría su primera colaboración con la emblemática Bette Davis: Jezebel (1938). Davis ganó el Oscar por su interpretación y, hasta el día de la fecha, la película es considerada una especie de antesala o antecedente de Gone with the Wind.

La década cerraría con broche de oro con una de las mejores adaptaciones jamás hechas del clásico literario Wuthering Heights (1939) de Emily Brontë, también producida por Goldwyn, y protagonizada por Laurence Olivier y Merle Oberon.

Años 40

Wyler inauguró los cuarenta con dos aclamadas colaboraciones con Davis: el thriller judicial y adaptación de Somerset Maugham The Letter (1940), y el drama familiar con tintes de crítica social The Little Foxes (1941), que sería su última colaboración. Ambas son ejemplos perfectos del cine de prestigio de la época: dirección impecable y actuaciones monumentales. Pero el director solo estaba entrando en calor… 

Mientras la sombra de la Segunda Guerra Mundial se posaba sobre el mundo, estrenó dos dramas bélicos que harían historia, Mrs. Miniver (1942) y The Best Years of Our Lives (1946), ambas multipremiadas —las dos se llevaron el Oscar a Mejor Película y Mejor Director— y con un enfoque sobre la guerra totalmente alejado del heroísmo bélico convencional hollywoodense.

Años 50

Los cincuenta brillarían por dos joyas, tan perfectas como distintas entre sí. En un extremo, el epítome del cuento de hadas moderno Roman Holiday (1953), que además serviría como debut de la inigualable Audrey Hepburn (spoiler: se llevó el Oscar). En el otro, Ben-Hur (1959), quizás su filme más ambicioso y épico, donde Wyler desplegó toda su maestría para dar forma a un espectáculo colosal. Con esta producción, el director regresó temporalmente a los estudios MGM, donde había trabajado brevemente al inicio de su carrera, pero esta vez lo hizo como un director consagrado, llamado a comandar una de las apuestas más grandes del estudio. La película arrasó en los Oscar, llevándose once estatuillas —incluyendo Mejor Película y Mejor Director— y consolidándolo como uno de los grandes arquitectos del cine épico hollywoodense.

En el medio de ambas, también se destacan The Desperate Hours (1955), un intenso thriller hogareño con Humphrey Bogart, y Friendly Persuasion (1956), sobre una familia cuáquera durante la Guerra Civil, y que le valdría a Wyler su única Palma de Oro.

Años 60

Los sesenta y el palpitante cambio en Hollywood se hicieron sentir en su filmografía: The Children’s Hour (1961), un drama psicológico protagonizado por Audrey Hepburn y Shirley MacLaine se encargaría de abordar un tema controvertidísimo para la época. Asimismo, The Collector (1965), el thriller más oscuro de su carrera, demostraría su capacidad para retratar la mente retorcida de un psicópata.

A fines de la década, y cambiando olímpicamente de tono, llegó Funny Girl (1968), biopic musical basada en la vida de Fanny Brice y debut cinematográfico de Barbra Streisand, que conquistó el Oscar a Mejor Actriz y demostró una vez más el ojo de Wyler para elegir a sus protagonistas. Su último filme sería el drama social The Liberation of L.B. Jones (1970), que abordó con coraje temas como el racismo y la injusticia en el sur de Estados Unidos, mostrándonos que Wyler nunca perdió su compromiso por contar las historias más difíciles. 

El legado de “40-take” Wyler

Llegando al final y leyendo los nombres de las películas que dirigió, hay algo que me queda claro: Wyler fue un artesano del séptimo arte, tan perfeccionista en el set que obtuvo el apodo de “40-take Wyler”, ya que era conocido por repetir una escena decenas de veces hasta lograr la toma exacta que tenía en mente. No en vano sus doce nominaciones como Mejor Director, de las cuales ganó tres —por Mrs. Miniver, The Best Years of Our Lives y Ben-Hur—, y su récord de haber dirigido más actores ganadores del Oscar que ningún otro director.

W. W.: “It’s 80% script and 20% you get great actors. There’s nothing else to it”.

Cualquier palabra que intente describir la obra de este cineasta siempre quedará insuficiente frente a su grandeza. ¿Qué más se puede agregar cuando ya se dijo prácticamente todo? Quizás solo una cosa: ver sus películas. 

W.W.: “I’m here to make good pictures”.

Y sí que lo hizo.

Años antes de Casablanca, en 1931, Herman Hupfeld compuso para un musical de Broadway la canción que se volvería sinónimo de los enamorados en el cine: As Time Goes By. La primera grabación, que pueden escuchar a continuación, la hizo Rudy Vallée ese mismo año.

Más de una década después, quedaría inmortalizada en la película de Michael Curtiz en la voz de Dooley Wilson como Sam. El tema también es tomado por Max Steiner y utilizado como leitmotiv a lo largo de toda la película.

Elvira Fernández, vendedora de tienda (1942) – Manuel Romero

Póster de Elvira Fernández, vendedora de tienda

En esta comedia del gran Manuel Romero, la joven Elvira Durand regresa al país luego de un viaje de tres años por Estados Unidos que le dio ganas de vivir de manera intensa. Al ser la hija del dueño de una gran empresa, no encuentra emoción entre las conversaciones de la alta alcurnia que la protege y la mima como si fuera una niña.

Esa pasión por la vida sencilla la encontrará entre los trabajadores de la empresa de su padre, quienes frente a una serie de decisiones injustas por parte de los jefes responsables -una suerte de intermediarios entre el gerente y los empleados que se dedican a maltratarlos y acosarlos- deciden, primero, trabajar a reglamento, y luego, hacer huelga.

La trama es novedosa al introducir el tema de las injusticias laborales en un marco de comedia musical. El momento del trabajo a reglamento da el pie para algunos de los gags más cómicos de la película, en los que, más que hacer lo justo y necesario, los empleados maltratan a los clientes de las maneras más hilarantes.

Elvira, ahora rebautizada Elvira Fernández para poder trabajar en la empresa de su padre sin que este se entere, se suma desde el primer momento a la lucha de los trabajadores e inicia una afrenta indirecta con su padre. A través de esta nueva personalidad que funciona como un alter ego, nuestra heroína de la clase alta no solo será «una empleadita humilde perdida entre miles de muchachas que se ganan el pan», sino que se convertirá en un símbolo de la lucha sindical.

Además de Paulina Singerman en el rol principal, Juan Carlos Thorry en el de su enamorado y Tito Lusiardo como el cómico del grupo, el reparto incluye a Sofía Bozán y a Carmen del Moral, quienes junto a los protagonistas introducen otra de las grandes aristas de este film, la musical. Las distintas canciones se identifican con cada uno de los personajes y expresan el rol de Elvira y de los enamorados, así como el desplante amoroso, la diversión y hasta la lucha.

El montaje, la tensión y el dinamismo en las escenas de la huelga son excepcionales, y el balance entre el tono general de comedia y los momentos dramáticos es sublime, como suele suceder con el cine argentino de esta época. Entre un trabajador que se afana cosas de la empresa para arreglar las injusticias sociales y una mujer que aprende a perdonar el desamor, Romero nos muestra que se puede llorar en la comedia y reír en la desgracia.

Este dúo eterno es mucho más que dos cantantes geniales compartiendo estudio en televisión. Se trata de dos artistas divirtiéndose juntas, jugando con sus voces, mientras se homenajean mutuamente interpretando los éxitos de la otra. Algunas de las canciones que escuchamos incluyen Honeysuckle Rose, Zing! Went the Strings of My Heart, It’s All Right With Me, The Trolley Song y una versión única de Meet Me in St. Louis.

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