
Edición Sunset
Septiembre 2025
Sitio web sobre cine clásico, jazz y los artistas del pasado.
Todos los meses, una nueva edición.

Mickey Rooney
Tiempo de celebrar a un artista que es la avasallante potencia del entretenimiento encapsulada: casi nueve décadas de carrera, más de 300 películas y un éxito de taquilla en la mejor época del cine de estudios. Mickey Rooney fue niño del vaudeville, estrella adolescente en MGM y sinónimo del espectáculo para varias generaciones de espectadores.
Hijo de una chorus girl y un vaudevillian, apareció en escena con menos de dos años y a los seis ya estaba en el cine, en una serie de cortos silentes en los que interpretaba a «Mickey McGuire». En 1935, fue Puck en A Midsummer Night’s Dream y pronto entró a MGM, donde lo esperaba la fama.
En el estudio del león se mimetizó con la figura del atolondrado Andy Hardy, a quien interpretó en catorce películas entre 1937 y 1946. Allí se volvió símbolo de la juventud norteamericana en una apuesta de historias para toda la familia que hizo Mayer. En la misma época, formó con Judy Garland una de las duplas más queridas de los musicales del estudio. Con ella protagonizó diez películas —incluidas algunas de la serie de Andy Hardy— como Babes in Arms (1939), Strike Up the Band (1940) y Girl Crazy (1943).
En 1938, comprobó que podía manejar el drama tanto como la comedia ligera en Boys Town de Norman Taurog, que protagonizó junto a Spencer Tracy. Otros roles dramáticos incluyen los de The Human Comedy (1943) y National Velvet (1944), ambas dirigidas por Clarence Brown. Tras entretener a las tropas durante la guerra, viró hacia la televisión y la radio y su presencia en la pantalla grande se redujo; los papeles para un eterno joven pelirrojo de un metro cincuenta con múltiples talentos no abundaban. Algunos de sus roles dramáticos de la época incluyen The Bridges at Toko-Ri (1954), The Bold and the Brave (1956) y Requiem for a Heavyweight (1962). También participó en Breakfast at Tiffany’s (1961) e It’s a Mad, Mad, Mad, Mad World (1963).
Además de ser convocado por Francis Ford Coppola para The Black Stallion, en 1979 tuvo su debut Broadway con Sugar Babies, un homenaje al burlesque junto a Ann Miller, con más de mil funciones y cinco años de gira que lo devolvieron al centro de la escena del entretenimiento tras cinco décadas de carrera.
Mickey vivió hasta 2014 y trabajó hasta sus últimos días. No hubo cambio de formato u obstáculo en su carrera que le impidiera seguir desbordando de talento en cada trabajo, por más sencillo que fuera. Además de cantar, bailar, hacer drama y humor y tocar varios instrumentos, Mickey tenía un talento particular para conquistar al público para el que la palabra carisma queda muy corta.
Fue “lo más cercano a un genio”, en palabras de Clarence Brown, y «el mejor actor de todos», según Laurence Olivier. Aquí lo definimos como una poderosa fuerza del arte por la que no se puede evitar ser tomado y la encarnación del espectáculo, siempre dispuesto a ponerse bajo las luces para llevar al público en un viaje frenético de entretenimiento.
Good Mornin’ – Mickey Rooney & Judy Garland
El clásico que Gene Kelly, Donald O’Connor y Debbie Reynolds zapatearían trece años después fue compuesto e interpretado por primera vez en Babes in Arms (1939) por Judy y Mickey, en un film que da inicio a los maravillosos musicales de la unidad de producción de Freed, que luego nos traería Singin’ in the Rain.
Mickey Rooney & Ann Miller – Sugar Babies
Hay algunos talentos tan inmensos que exceden cualquier límite que las industrias puedan poner al paso del tiempo, y dos ejemplos de ello son los maravillosos Mickey Rooney y Ann Miller.
Ambos, como antiguas estrellas de las mejores épocas de MGM, encuentran un nuevo lugar y reconocimiento ante nuevas generaciones con el musical Sugar Babies, del cual nos muestran un pedacito en este video.

1939: un año glorioso del cine
Rehicimos este artículo de blog para abarcar más ampliamente lo grandioso de este año, reflejo del mejor momento del Hollywood dorado. Repasamos más de una decena de películas de 1939 que son disfrute y calidad garantizados.
Mildred Pierce (1945) – Michael Curtiz

Mildred Pierce: cuando el noir tuvo rostro de mujer
Michael Curtiz nos regaló algunas de las películas más inolvidables del cine, incluida Casablanca, con ese Bogart y esa Bergman en la París que siempre tendrán. A esta eminencia del clasicismo hollywoodense hay que sumarle otra obra maestra: Mildred Pierce, que nos dio la mejor Joan Crawford que el cine pudo advertir. Tanto es así que esta madre en suplicio le valió el único Oscar de su carrera, y lo recibió como solo ella podía hacerlo: desde su cama, impecable y dueña de una elegancia absoluta. Como dirían los jóvenes ahora: aura total.
Mildred Pierce se inscribe dentro del cine negro, ese género donde el aire parece cargado de cenizas. Es fascinante visitarlo porque se puede sentir el pulso roto de una época. La posguerra había desmoronado pilares, no solo de parejas, sino también de familias. ¿Qué tragedia mayor que la fractura entre madre e hija? Y las comisarías, esos espacios fríos, funcionan como testigos del eco de vidas quebradas, donde vemos derrumbarse todo lo que alguna vez parecía firme.
Curtiz no pierde el tiempo. Abre la película con un golpe emocional. Joan Crawford, envuelta en su abrigo de piel, ese que ya no puede esconder el sufrimiento de aquella alma, contempla el abismo de un puente y deja caer una lágrima. Ese primer plano es suficiente para sumergirnos en su angustia, aunque todavía no sabemos el peso que lleva encima. El relato nos arrastra al pasado de Mildred, una mujer moderna que decide divorciarse, hacerse cargo de sus hijas y lanzarse a trabajar sin descanso. De camarera a dueña de una cadena de restaurantes, todo lo hace para satisfacer los caprichos de su hija mayor, Veda. En su empeño por cumplir cada deseo termina creando un monstruo, el del capitalismo, el consumismo y la escalada social. Trágicamente, ese monstruo es su propia hija.
Ann Blyth encarna a Veda con una frialdad espeluznante, convirtiendo cada gesto y mirada en veneno. Su ambición es el espejo de una sociedad que confunde el amor con el ascenso social, el afecto con el prestigio. Crawford, en cambio, es la madre que paga con su alma la factura del sueño americano.
Mildred Pierce es ante todo una película de mujeres. Viene a desarmar esa frase trillada de que “antes no había cine de mujeres”. Claro que sí había, solo hay que saber dónde mirar. Mildred no es una secundaria en la tragedia de un hombre, es ella quien mueve la trama, sostiene una economía y encara el juicio moral de toda una comisaría. Como mujer trabajadora de la posguerra, encarna a todas las que sostuvieron familias mientras los hombres estaban en el frente y luego vieron cómo la sociedad pretendía devolverlas a la cocina. La película la admira por su tenacidad, pero también la castiga. Su éxito económico se convierte en la misma sombra que destruye su hogar. La ambición devora vínculos y, en el universo moral de la posguerra, una mujer que conquista la autonomía solo puede hacerlo pagando el precio insoportable de perder aquello por lo que tanto luchó.
La fotografía y la puesta en escena son deslumbrantes. Hay sombras que muerden las paredes, encuadres que encierran a los personajes, restaurantes que parecen templos donde se negocia el éxito. Pero Mildred Pierce es también un melodrama doméstico y dialoga bellamente con Stella Dallas (1937). Ambas son historias de madres que dan todo por sus hijas, pero en mundos completamente distintos. Stella es hija de la Depresión, donde el glamour es inalcanzable y el sacrificio es silencioso, mientras que Mildred habita el sueño americano de la posguerra, con su brillo de consumo y promesas de ascenso. Si Stella se resigna a mirar desde la distancia, Mildred cree que puede comprar el amor y descubre que el consumo no reemplaza la ternura ni la nobleza.
Juntas trazan un mapa del cine clásico donde las mujeres no eran figuras secundarias, sino el corazón palpitante de historias que todavía hoy nos interpelan.
Dean Martin & The Andrew Sisters
En este medley en el programa de Dino tenemos no solo una hermosa colaboración musical, sino la última aparición de las Andrew Sisters como trío. Dos décadas después de su momento de mayor éxito, las hermanas siguen tan poderosas y divertidas como siempre.
Las canciones incluyen el hit de Dean, Memories Are Made Of This, Mañana de Peggy Lee y los éxitos de las Sisters, South America, Take It Away y Rum and Coca Cola.
Top Hat (1935) – Mark Sandrich

Every once in a while I suddenly find myself… dancing.
No hace falta aclarar quién hace semejante afirmación en el guion. Mucho se admira a la dupla de Fred Astaire y Ginger Rogers, pero poco se habla de sus películas. Si bien en su mayoría son historias que siguen una fórmula, hay en cada una de ellas lugar para el ingenio, algún detalle especial y, por supuesto, mucho ritmo, enredo y los más atrapantes números musicales.
La repetición de los elementos que funcionan no solo tienen que ver con lo que pasa en la trama. De las películas que hicieron para RKO (9 de sus 10 films), en 7 fue productor Pandro S. Berman, y cinco fueron dirigidas por Mark Sandrich. Ambos están detrás de Top Hat, la cuarta y probablemente más famosa colaboración de la dupla. Además de ser el film más exitoso de RKO de los años 30, se convirtió en la segunda película con mayor recaudación de 1935, luego de Mutiny on the Bounty.
Aquí, la trama se organiza en bloques muy definidos en base a las hermosas canciones de Irving Berlin. La primera es No Strings, que hace que la pareja se conozca. Fred, sin poder refrenar sus pies, no deja dormir a Ginger, a quien descubrimos a través de un bello truco de cámara que atraviesa el piso del hotel. En Isn’t This a Lovely Day, un gag de parodia londinense con un caballo y una tormenta que los atrapa en una glorieta hace que el enamoramiento se consolide. El corazón del enredo se expresa en Cheek to Cheek y las plumas del vestido de Ginger que vuelan por los aires igual que la pareja. En una reacción casi censurable, si no fuera por el barniz mágico de la comedia, Ginger acepta que su amiga le insista en bailar con quien cree que es su marido.
Con el número final, The Piccolino, que trae la resolución del enredo, se expresan los dos estilos coreográficos que vamos a ver convivir en los años 30: por un lado, los grandilocuentes y complejos bailes grupales con enormes filas, rondas y cruces precisos, con intenso montaje y diferentes planos; por el otro, la cámara fija que se centra en la pareja en una secuencia de más de dos minutos sin cortes.
De esta forma, vemos claramente cuál es el rol que tienen los números musicales en las películas de Fred Astaire en general: el de hacer avanzar la trama y el de aportar el toque único a cada film. Aunque también hay lugar para las secuencias que son puras y exuberantes demostraciones de talento, como el caso de la canción del título —Top Hat, White Tie and Tails—, con un Fred en estado puro.
Además de las canciones de Berlin, tenemos a Max Steiner como director musical. Su toque se nota en la utilización de las canciones en la orquestación, en el cambio de estilo de la misma canción en el traslado Londres a Italia, e incluso en un momento en el que la música incidental continúa el tarareo iniciado por Ginger.
En el cine musical de esta época el foco no está puesto en la trama, sino que esta es una excusa para una explosión de talento en forma de baile y canción. En el caso de las películas de Fred y Ginger, lo que estalla es la elegancia, la síncopa y una química entre la pareja que envuelve y atraviesa la pantalla.
The Red Shoes (1948) – Michael Powell y Emeric Pressburger


Por Celina Alba Posse
@capicomenta
No me quedan dudas de que Michael Powell y Emeric Pressburger, el legendario dúo británico detrás del sello The Archers, son nombres incluidos en la lista de los más grandes directores del cine clásico. A lo largo de quince años, dirigieron juntos veinticuatro películas inolvidables, pero entre todas esas joyas hay una que se destaca, una que invita a mirarla con especial atención: este septiembre celebramos el aniversario de la mítica The Red Shoes de 1948.
Colorín colorado
Basada en el cuento homónimo del famoso escritor y poeta danés Hans Christian Andersen —también autor de clásicos como El patito feo y La sirenita—, Las zapatillas rojas nos presenta un tropo clásico del melodrama y del cine sobre artistas: la del artista dividido entre el amor y su arte.
Reimaginando el cuento de hadas de Andersen —donde una niña se calza un par de zapatos rojos que adquieren vida propia y la obligan a bailar sin parar, día y noche, hasta el agotamiento, y finalmente, muerte—, Powell y Pressburger crearon una obra maestra visual y alegoría sobre el sacrificio del artista, donde seguimos a Victoria Page (interpretada por la bailarina en la vida real, Moira Shearer), una aspirante a bailarina que se debate entre el hombre que ama o en convertirse en una ballerina consagrada.
Un detalle no menor es que cada extremo del mundo de Vicky Page esta representado por un personaje: por un lado, su estricto —y consagrado— instructor Boris Lermontov (Antón Walbrook), quien la insta a dejar ir todo lo que no sea ballet, y por otro, el encantador y joven compositor Julian Craster (Marius Goring), de quien Vicky se enamora, pero que detesta con ganas a Lermontov. Más temprano que tarde, Vicky se topa con una encrucijada: ¿seguir bajo el yugo de Lermontov como prima ballerina o elegir al hombre de su vida?
Boris Lermontov: You cannot have it both ways. A dancer who relies upon the doubtful comforts of human love can never be a great dancer. Never.
Put on your red shoes and dance the blues!
Si hay algo que distingue al dúo Powell-Pressburger es su concepción visual casi pictórica. Todas y cada una de las películas a color de The Archers estan pensadas para deleitarnos visualmente: saturación, contrastes y un uso febril del Technicolor. Este estilo alcanza su punto máximo en The Red Shoes, donde los tonos rojos, verdes y dorados transmiten la obsesión, la pasión y el sacrificio de Vicky, y donde la cereza del pastel es un el ballet central de ¡17 minutos! que, aunque pueda parecer excesivo, es lo que convierte a la película en una experiencia irrepetible.
Tras su estreno en 1948, la película recibió elogios de la crítica, especialmente en Estados Unidos, donde recibió un total de cinco nominaciones al Oscar, incluyendo unas merecidas victorias por Mejor Banda Sonora Original y Mejor Dirección Artística.
Película de culto por donde se la mire y favorita confesa de directores como Martin Scorsese y Brian De Palma, The Red Shoes fue un éxito desde el primer momento, y una película que, afortunadamente, no necesita reivindicación 77 años después…
Victoria Page: Julian?
Julian Craster: Yes, my darling?
Victoria Page: Take off the red shoes.
Helen Forrest & Tommy Dorsey Orchestra
Durante la era del swing, Helen Forrest fue vocalista en tres de las bandas con mayor renombre: Artie Shaw, Benny Goodman y Harry James. Un par de décadas después, se junta con otro gran nombre, Tommy Dorsey, en lo de Ed Sullivan para revivir los viejos tiempos al ritmo de Just One Of Those Things de Cole Porter.
Safo, historia de una pasión (1943) – Carlos Hugo Christensen

Este mes queremos hablar de una película señalada por abrir las puertas al cine erótico en nuestro país. Carlos Hugo Christensen dirige una historia inspirada en la novela Sapho de Alphonse Daudet y, como lo indica su título, pone a la pasión, y no al romance, en el centro de la escena.
El protagonista, Raúl de Salcedo, interpretado por Roberto Escalada —quien a partir de este papel se consagraría como galán—, parte de Mendoza a Buenos Aires en busca de un futuro que no solo significa un trabajo estable sino la posibilidad de salir del país y descubrir el mundo. Al llegar, se enfrenta enseguida con la tensión entre el deseo y el deber, representada en dos figuras femeninas que el público de la época reconocería de inmediato: Mecha Ortiz como la femme fatale Selva, o Safo, y Mirtha Legrand como la ingenua Irene, hija del nuevo jefe de Raúl. Los créditos destacan a esta última por haber aceptado un rol secundario a pesar de ya ser una primera figura.
La película propone dos espacios tradicionales bien claros: Mendoza, el campo, es la tierra de la tranquilidad del día, la rectitud y la familia, mientras que a la trastornada Buenos Aires le queda ser la tierra de las tentaciones de la noche y el desastre, para variar. Esta oposición se muestra desde el primer evento social de Raúl en la ciudad: una fiesta de carnaval —aquel momento en el que todos los valores sociales y morales se invierten— llena de mujeres que lo besan de prepo. Safo, la más misteriosa, rodeada de sombras, telas y humo, lo iniciará en una pasión de cuyas redes nuestro protagonista no podrá salir.
Desde el inicio aparece la imagen que simbolizará el peligro de las pasiones durante toda la película: la sensualidad casi ominosa de la estatua de Safo. También son frecuentes las telarañas que rodean a Selva, símbolo de la trampa en la que ha caído Raúl y de la imposibilidad del protagonista de cumplir su anhelo inicial. Su deseo de abandonar el país y explorar el mundo se revela tan inalcanzable como cualquier otro destino honesto. La trampa es absoluta y la única salida, la perdición. Lejos de la mirada simplista de la mujer fatal que arruina la vida de un pobre tipo, la construcción de Raúl nos muestra a un hombre humillado, que reconoce su propia debilidad y elige voluntariamente su tragedia.
Las cartas funcionan como otro hilo que va tejiendo el vínculo de la pasión. Después del primer encuentro, Raúl intenta escribir a su familia pero es interrumpido por el humo envolvente del cigarrillo de ella. Cuando descubre la verdad sobre su pasado, intenta quemar las apasioandas cartas. Al pretender destruirlas para iniciar un nuevo rumbo, se vuelve a reunir con ella y eso mismo será lo que lo lleve a encontrarse con la última carta fatal.
Tomando al melodrama y a la enseñanza moral como marco, Christensen introduce una temática potente y novedosa en nuestro cine que encontró un público ansioso por indagar en las oscuras pasiones de sus protagonistas, con un éxito absoluto en las salas. La historia se potencia con una fotografía cargada de sombras, tan densas como sus personajes, y con una dirección que maneja con precisión los contrastes entre los espacios y la psicología de quienes los habitan.
Antes de la sentencia de la palabra escrita de las cartas, la tragedia es signada por los tres deseos que salen de la boca de Selva como un hechizo de destrucción: Que me quieras siempre. Que me quieras siempre. Que me quieras siempre.
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100 años de MGM
Junto a Mery Linares, repasamos 15 de las películas más emblemáticas del estudio del león, a 100 años de su surgimiento.