Nos trasladamos a las calles de Budapest en Hungría, donde se encuentra una tienda de regalos supervisada por un dueño un poco irascible llamado Hugo Matuschek, interpretado por nada más ni menos que Frank Morgan (el mago en The Wizard of Oz). Allí también se encuentra un grupo de empleados, entre ellos el gran James Stewart que interpreta a Alfred Kralik, el mejor vendedor y casi mano derecha del dueño.
Pronto aparece una encantadora Margaret Sullavan que interpreta a Klara Novak, quien necesita desesperadamente ganarse la vacante del puesto de vendedora. En ese momento, el bazar será testigo de un encuentro entre dos almas solitarias donde la tensión entre sus diálogos y miradas será parte de su rutina. James Stewart y Margaret Sullavan actúan por tercera vez juntos de un total de cuatro films y lo cierto es que esta dupla era muy amiga cuando las cámaras se apagaban ya que se conocían desde sus comienzos en el teatro cuando asistían a la universidad. Es por eso que el director insistió tanto en esta pareja cinematográfica.
Quien firmó con MGM para darle vida a The Shop Around the Corner fue el director Ernst Lubitsch, que ya había trabajado con la productora en la película Ninotchka (1939), donde dirige a una espectacular Greta Garbo en una cinta que se convirtió en un gran éxito.
Lubitsch fue un cineasta exiliado de Alemania que le impregnó al Hollywood dorado su propio sello: el romanticismo y un humor sofisticado. Pero, en esta cinta compuso una tienda singular que se convierte en un lugar de ensueño en medio de una Europa atravesada por la guerra.
A través de la puesta de escena, el director convierte ese lugar en un terreno sin geografía en el que cualquiera puede sentirse identificado. Además, tiñe esta historia de una humanidad aún más cercana que la de todas sus obras. De toda su filmografía, esta película siempre estuvo en el corazón del director ya que le recordaba a sus vivencias de niño. En la época de su niñez, el cineasta trabajó en una tienda similar a la de la historia, en la sastrería de su padre en Berlín.
La cinta tiene más de 80 años y aún así continúa siendo una de las favoritas para acompañar la navidad, no solo por el hecho de que hay una escena en la que los personajes de James Stewart y Margaret Sullavan preparan la decoración del árbol de Navidad en la tienda, sino más bien por la capacidad del realizador de capturar en el film los distintos sentimientos que florecen en ese tiempo, desde la materialización de la soledad hasta la abundancia de la esperanza en el ambiente.
Además, El bazar de las sorpresas ha sido fuente de inspiración para otros artistas, como lo fue para Nora Ephron para su preciada Tienes un e-mail, otra comedia romántica en la que también hay tiendas como escenarios para el romanticismo. Asimismo, hay dos personajes entrañables como el de Meg Ryan y Tom Hanks que atraviesan el mismo camino del odio al amor, hay navidad y hay escenas que honran los encuadres narrativos de Lubitsch, como la clásica escena del bar en el que tanto Klara (Sullavan) y Kathleen (Ryan) están en una cita a la espera de su compañero con el que se escriben mensajes para finalmente revelar ambos su identidad. Sin embargo, ambas son interrumpidas en su cita por su adversario, en este caso Alfred (Stewart) y Joe (Hanks), respectivamente. Ambos se sientan de espaldas de las mujeres y, en ese encuadre, Lubitcsh plasma su legado, la simbología de la puesta en escena. En este caso, los personajes de espalda elevan el sentido de que los cuatro personajes se camuflan a través de la pluma.
Esa es la gran sorpresa que esconde esta obra de Lubitsch: la visión que el cineasta tenía sobre el romanticismo, un ideal que a veces necesitamos plasmarlo en el papel, con las palabras como herramientas sólidas de quienes verdaderamente somos. En ese mecanismo entre Alfred y Klara, quienes vuelven a sus hogares después de un día largo de trabajo para agarrar la pluma y el papel y depositar su corazón en él, Lubitsch nos demuestra el poder de escribir para reflejar el alma y como puente de conexión para trazar lazos que, cuando se devela la identidad, el beso más simple se siente como lo más puro y honesto. Nunca un ‘eres tú’, una mirada cómplice y un beso que respiraba idilio se sintió tan real como en la última escena de The Shop around the Corner con la que decide cerrar la historia Ernst Lubitsch.