Mildred Pierce (1945) – Michael Curtiz

Póster de la película Mildred Pierce

Mildred Pierce: cuando el noir tuvo rostro de mujer

Michael Curtiz nos regaló algunas de las películas más inolvidables del cine, incluida Casablanca, con ese Bogart y esa Bergman en la París que siempre tendrán. A esta eminencia del clasicismo hollywoodense hay que sumarle otra obra maestra: Mildred Pierce, que nos dio la mejor Joan Crawford que el cine pudo advertir. Tanto es así que esta madre en suplicio le valió el único Oscar de su carrera, y lo recibió como solo ella podía hacerlo: desde su cama, impecable y dueña de una elegancia absoluta. Como dirían los jóvenes ahora: aura total.

Mildred Pierce se inscribe dentro del cine negro, ese género donde el aire parece cargado de cenizas. Es fascinante visitarlo porque se puede sentir el pulso roto de una época. La posguerra había desmoronado pilares, no solo de parejas, sino también de familias. ¿Qué tragedia mayor que la fractura entre madre e hija? Y las comisarías, esos espacios fríos, funcionan como testigos del eco de vidas quebradas, donde vemos derrumbarse todo lo que alguna vez parecía firme.

Curtiz no pierde el tiempo. Abre la película con un golpe emocional. Joan Crawford, envuelta en su abrigo de piel, ese que ya no puede esconder el sufrimiento de aquella alma, contempla el abismo de un puente y deja caer una lágrima. Ese primer plano es suficiente para sumergirnos en su angustia, aunque todavía no sabemos el peso que lleva encima. El relato nos arrastra al pasado de Mildred, una mujer moderna que decide divorciarse, hacerse cargo de sus hijas y lanzarse a trabajar sin descanso. De camarera a dueña de una cadena de restaurantes, todo lo hace para satisfacer los caprichos de su hija mayor, Veda. En su empeño por cumplir cada deseo termina creando un monstruo, el del capitalismo, el consumismo y la escalada social. Trágicamente, ese monstruo es su propia hija.

Ann Blyth encarna a Veda con una frialdad espeluznante, convirtiendo cada gesto y mirada en veneno. Su ambición es el espejo de una sociedad que confunde el amor con el ascenso social, el afecto con el prestigio. Crawford, en cambio, es la madre que paga con su alma la factura del sueño americano.

Mildred Pierce es ante todo una película de mujeres. Viene a desarmar esa frase trillada de que “antes no había cine de mujeres”. Claro que sí había, solo hay que saber dónde mirar. Mildred no es una secundaria en la tragedia de un hombre, es ella quien mueve la trama, sostiene una economía y encara el juicio moral de toda una comisaría. Como mujer trabajadora de la posguerra, encarna a todas las que sostuvieron familias mientras los hombres estaban en el frente y luego vieron cómo la sociedad pretendía devolverlas a la cocina. La película la admira por su tenacidad, pero también la castiga. Su éxito económico se convierte en la misma sombra que destruye su hogar. La ambición devora vínculos y, en el universo moral de la posguerra, una mujer que conquista la autonomía solo puede hacerlo pagando el precio insoportable de perder aquello por lo que tanto luchó.

La fotografía y la puesta en escena son deslumbrantes. Hay sombras que muerden las paredes, encuadres que encierran a los personajes, restaurantes que parecen templos donde se negocia el éxito. Pero Mildred Pierce es también un melodrama doméstico y dialoga bellamente con Stella Dallas (1937). Ambas son historias de madres que dan todo por sus hijas, pero en mundos completamente distintos. Stella es hija de la Depresión, donde el glamour es inalcanzable y el sacrificio es silencioso, mientras que Mildred habita el sueño americano de la posguerra, con su brillo de consumo y promesas de ascenso. Si Stella se resigna a mirar desde la distancia, Mildred cree que puede comprar el amor y descubre que el consumo no reemplaza la ternura ni la nobleza.

Juntas trazan un mapa del cine clásico donde las mujeres no eran figuras secundarias, sino el corazón palpitante de historias que todavía hoy nos interpelan.

  • Foto de perfil de Mery Linares

    Soy una humilde amante del cine clásico de Hollywood. Cada vez que veo una película de esa época, la historia revive y, con ella, también yo. Defiendo a los musicales con el alma porque, como decía Gene, ahí se bailan sueños. Con el cine de antes mi corazón siempre encuentra su ritmo y acá, como redactora de Edición Sunset, espero que encuentren el suyo.

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